Los acontecimientos de estas últimas semanas en la plaza de Maidan, primero, en todo Kiev después y en casi toda Ucrania finalmente, pueden asimilarse a los sucedidos en otras plazas del Mediterráneo (en Egipto, Túnez, Libia, Turquía y España) en cuanto al modus operandi, aunque tanto en lo referente a contenido ideológico como a fines buscados y logros conseguidos difieran unas y otras de manera substancial. Pero el modo de actuar es similar: grandes masas humanas – multitudes, las llamaría Negri – concentrándose, acampando e invadiendo el epicentro de las ciudades – enormes plazas emblemáticas –, organizándose y discutiendo de manera asamblearia y resistiendo los embates de los ejércitos policiales de turno. El medio parece el mismo, y parece sencillo estar de acuerdo con él: la masa rebelándose contra la crueldad del aparato estatal de turno.
Sin embargo, también aquí hay diferencias. La vanguardia de lucha en Kiev estaba formada por antiguos militares, comandos ultraderechistas y grupos muy probablemente cercanos a Otpor, el movimiento financiado por EEUU. Su lucha ha sido extremadamente sanguinaria, con muchos policías muertos, sinagogas quemadas, asaltos militares a organismos oficiales, etc. Nada de esto sucedió en el estado español, ni en Turquía, donde la única violencia vino de parte del Estado. Sí es posible que contaminaciones e injerencias similares estuvieran presentes en Egipto, y sin duda lo estuvieron en Libia. Por otra parte, las pretensiones y fuerzas de la “resistencia” ucraniana eran eminentemente nacionalistas y en gran medida religiosas (antisemitismo, luchas entre ortodoxos y católicos). Sus guiños al nazismo han sido constantes. Esta mezcla de fanatismos religioso y nacionalista constituyen el fondo esencial de esa lucha, y no estaba en otras revueltas similares.
En todo caso, la lucha en Ucrania ha desembocado en un golpe de estado que en modo alguno puede denominarse revolución. La revolución supone, ante todo, un cambio radical en los modos de representación, acción política, producción económica, distribución de clases, jerarquías políticas, etc. Aquí, como en cualquier vulgar golpe de estado, sólo ha habido un cambio de jerarca o de partido en el poder por otro. Todo sigue igual para el pueblo ucraniano, los mismos puestos, jerarquías y aparatos siguen intactos, sólo han cambiado las personas que los ocupan ahora. Podemos decir que simplemente se ha pasado de un gobierno populista centrista votado en las urnas a un gobierno populista de extrema derecha al que nadie ha votado. Los parámetros importantes en esta lucha nada tienen que ver con la lucha por el cambio de sistema político, ni con las libertades sociales, aunque se hayan puesto como excusa. Las variables esenciales han sido, única y exclusivamente, cuestiones territoriales, lingüísticas, históricas y raciales: rusos contra ucranianos. Y también queda muy claro que todo ese mar de fondo ha sido promovido por grupos o lobbies norteamericanos con intereses geopolíticos y económicos en Ucrania y ha sido bendecido por los jerarcas de la Unión Europea.
Parece por tanto que los fines perseguidos por la revuelta ucraniana se perfilan afines a los de movimientos nacionalistas de extrema derecha, y los medios utilizados incluyen la violencia armada. Es ahí donde se muestra la absoluta divergencia con las luchas dentro del estado español, cuyos fines son eminentemente virados hacia la izquierda, con un carácter popular, colectivista e incluso anticapitalista, y cuyos medios han sido, hasta ahora, radicalmente pacíficos. La revuelta de Ucrania parece indicar que añadir ese ingrediente nuevo de una vanguardia dura, dispuesta al choque armado, implacable y atroz contra la policía pro-rusa, es un elemento de enorme eficacia a la hora de derrocar un gobierno, o al menos un gobierno no occidental. No somos tan ingenuos como para pensar que no había un apoyo de una gran potencia a esos grupos de “partisanos” ucranianos (de dónde si no, cabe preguntarse, ha salido el armamento utilizado por ellos), con lo que su “trabajo” violento era mucho más sencillo. Pero parece evidente que su acción militarizada ha contribuido de manera definitiva a la desestabilización final del gobierno de Yanukovich.
La revuelta ucraniana ha utilizado, pues, y con toda claridad, la violencia como medio. Esto abre un abanico de cuestiones en el resto de países occidentales que hasta ahora estaban obstruidas: deja abierta una rendija inesperada que podría traer determinadas consecuencias. Si los caciques de la Unión Europea y las autoridades de EEUU aplauden esa revuelta, y consideran héroes a los guerreros armados que han luchado en Maidan, es evidente que aplauden con ello el uso de la violencia armada como arma legítima de la masa para derrocar un gobierno injusto, sin mediación alguna de las urnas. Si los medios de comunicación más conservadores del estado español la defienden igualmente, están legitimando ese uso de la violencia contra otros casos de gobiernos injustos, allí donde se den. Es decir, sería contradictorio y moralmente indefendible que, si hubiese un estallido similar dentro de un territorio de influencia estadounidense o de la Unión Europea, se condenara como terroristas – como ha hecho el gobierno de Putin con los “héroes” de Maidan – a esos guerreros populares. Esta defensa de la revuelta ucraniana pone en una delicada tesitura política de gran fragilidad a los gobiernos occidentales, y podría en cualquier momento volverse en su contra, o ser utilizada por movimientos populares para socavar su dominio. Al fin y al cabo, Obama mismo, el rey de la democracia mundial, ha alabado y defendido un golpe de estado sin urnas y de extrema violencia, es decir, justo lo contrario de la llamada democracia parlamentaria. Ya sabemos que la defensa de Obama forma parte del juego de ajedrez de la geopolítica, pero las manifiestas contradicciones y claudicaciones de su discurso hacen ver una grieta enorme dentro de la democracia parlamentaria occidental, que es síntoma del carácter cada vez más delicuescente y caduco de ese discurso.
Walter Benjamin, en su famoso texto Para una crítica de la violencia[1] distingue con claridad dos tipos de violencia político-social: la violencia que funda el poder– en este caso la de la multitud que derroca al tirano – y la violencia que pretende conservar el poder – la del estado y sus diversos aparatos de represión y coacción –. Entre esas dos violencias, afirma Benjamin, se mueve el curso de la historia. Parece que el caso de Ucrania ha vuelto a poner de actualidad la lucha y la erosión mutua de estas dos formas de violencia, y no precisamente, tal y como se ha argumentado, en un terreno favorable para la democracia parlamentaria.
La revuelta de Ucrania (incluso aceptando que haya sido cooptada por fuerzas exteriores pro-estadounidenses y pro-europeas que lo han mangoneado), es una muestra más del que parece ser el signo y el espíritu de nuestro tiempo: masas urbanas asamblearias en acción y oposición directa a sistemas monolíticos y burocráticos en decadencia. No sabemos hasta qué punto elementos de esa revuelta pueden extrapolarse a la realidad del estado español, pues supondrían introducir un debate quizá poco asumible sobre el uso de algunos tipos de violencia utilizados en Maidan. Pero el desarrollo de esta revuelta sí ha dejado ese resquicio abierto para cualquier lucha popular que quiera retomarlo, y abre un boquete de violencia y de sangre en pleno centro del discurso demócrata mundial. El fin justifica los medios, afirmaba Maquiavelo. Al apuntarse a esta máxima, la democracia parlamentaria occidental se asoma, de pronto, a su propio abismo.
http://politicalargoplazoacampadasol.wordpress.com/
[1] Ver el texto en español aquí: http://www.jacquesderrida.com.ar/restos/critica_violencia.pdf
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